Cuando
tenía un año a su papá le ofrecieron un trabajo en Buenos Aires y se mudaron
desde San Juan con su mujer y sus cinco hijos, con la promesa de una casa y un
futuro que nunca apareció. Todavía se le quiebra la voz a Daniel cuando lo
recuerda. Pero la muerte de su papá irrumpió y, en medio del dolor, terminaron
viviendo en un terreno usurpado en una villa de San Isidro.
Trabajaba
en la calle pero no dejó de ir a la escuela aunque a veces el hambre doliera.
Descubrió que algo lo apasionaba más que cualquier cosa, algo que lo hacía
olvidar del frío y la pobreza. Era la música. Se le metía por los poros y no
podía dejar de cantar cuando la escuchaba. Daniel amaba la cumbia. Su mayor
sueño, le contaba a su mamá, era ser como Gladys, la Bomba Tucumana, esa mujer
que a comienzos de los 90 hacía bailar a todos con su pollera amarilla. Un
amigo le mencionó que en el centro cultural comunitario enseñaban a tocar el
piano. Y fue.
Se
levantaba muy temprano los sábados para no perderse las clases de Liliana
Alpern, en la Fundación Crear Vale la Pena. Ella le enseñó todos los temas que
quería y otros que ni siquiera se había imaginado. Supo de música clásica y
tango, de Beethoven, Mozart y Piazzolla. Después de cinco años esa misma
profesora le dijo que ya estaba preparado para devolverle a la comunidad lo que
había aprendido. A los catorce años se convirtió en el profesor del barrio.
Durante
varios años participó en la fundación, fue coordinador de grupos de jóvenes y
llegó al cargo de Director General. Sin haber tocado un libro, su mamá le había
enseñado el valor de lo que se gana con sacrificio. Con ese ejemplo Daniel
estudió, se recibió de psicólogo social y se preparó para afrontar retos cada
vez más grandes en donde aspiraba a lograr la integración social de personas
que, como él, estaban en los márgenes. Armó un proyecto, “Argentina Canta por
la Paz”, con mil ochocientos chicos de diferentes religiones para los festejos
del Bicentenario.
Por
medio de un amigo del barrio que había terminado en la cárcel se involucró con
un proyecto artístico en donde los presos armaban su propia historieta, leían
libros sobre liderazgo, y planificaban qué harían con sus propias vidas cuando
salieran de ahí. Nada más liberador que el arte y los sueños para atravesar los
barrotes.
Con
un grupo de amigos fundó Creer Hacer, una organización desde la que piensan y
desarrollan proyectos para fortalecer organizaciones sociales, para que la
gente tenga un proyecto de vida. Así, por ejemplo, crearon “Tejido Solidario”
para que las mujeres mayores del barrio Nordelta enseñaran a tejer y
capacitaran a las mujeres del barrio las Tunas, de las que estaban separadas
por muros y prejuicios. O “Cava
Abierta”, charlas en donde la gente del barrio cuenta sus testimonios
personales, la presidenta de la Liga de Fútbol Femenino, una ex piquetera que
armó una cooperativa, otra mujer que creó una productora, demuestran que no hay
determinación en la pobreza aunque sea duro superarla. Además de animarlos a
proyectar, los incentivan a usar las herramientas disponibles: sus mentes y sus
propias manos.
Todas
las mañanas Daniel se levanta para ir a trabajar a Las Páez, una empresa creada
por tres amigos que se dedica a fabricar alpargatas con onda y exportarlas
alrededor del mundo. Daniel es el Gerente de Felicidad y Cultura, piensa
estrategias para que los empleados se sientan cómodos y felices durante sus
horas laborales. Fue convocado por el CEO después de que se cruzaran en una de
sus charlas. Cuando el CEO vio todo lo que había hecho, pensó que Daniel era el
hombre ideal para aportar su mirada entrenada para captar necesidades y mejorar
el ambiente. Entonces, al ingresar, uno puede encontrar empleados que saludan
con sonrisas y bromean entre ellos. O subir las escaleras y dar con una sala
que tiene juegos, una mesa de ping pong y sillones de colores que invitan al
descanso. Mientras tanto la música que lo apasiona queda reservada para
escuchar en el auto a todo volumen. Canta con las mismas ganas que tenía cuando
copiaba las coreografías de sus ídolos de la cumbia y medía menos de un metro.
De
cómo ese chico que al cumplir cinco años tuvo que salir a trabajar, de cómo
Liliana Alpern le cambió la vida y del camino que recorrió y de cómo llegó a
ser la persona feliz que es hoy, es de lo que habla en su charla
TEDxRíodelaPlata. Prepararla no fue fácil. Buscar la mejor manera de
presentarla, recortarla hasta que entrara en los minutos asignados era una
tarea complicada para alguien que tenía tanto para contar. Con Sergio Meller,
unos de los coaches de oradores de TEDxRíodelaPlata, empezaron a encontrarse en
un bar. Enseguida notaron que a pesar de las diferencias tenían muchas cosas en
común. Sergio, con un doctorado en Psicología y una consultora a su cargo,
tenía su casa a diez cuadras de la de Daniel y compartía la misma expectativa
por la llegada de un hijo. Finalmente la charla cobró forma. Daniel relató su
historia y repasó las distintas formas de pobreza que tuvo que afrontar a lo largo
de su vida.
Todavía
conserva algo de inocencia cuando en TEDxRíodelaPlata y delante de tantas
personas que no alcanza a abarcar con una mirada dice que aprendió que la
pobreza no es que nos falte un plato de comida, que no es sólo eso. Tampoco es vivir
en un barrio humilde. La definición de pobreza que da en su charla se vincula
con su historia de superación y de amor. La comparte porque sabe que puede
inspirarnos a trabajar para cumplir nuestros sueños y dar una mano amiga al que
lo necesite. Él es una prueba de que una oportunidad puede transformarnos la
vida. Los aplausos llegan desde todos los rincones, bajan en oleadas, la gente
se para, algunos lloran. Los conductores del evento llaman a la mujer rubia.
Liliana Alpern sube y abraza al chico que amaba la cumbia, al que le enseñó
mucho más que notas musicales. Abraza al hombre que gracias a ella aprendió la
mejor lección.